
El señor Frogg regresó a su país en la Navidad de 1997, luego de obtener su doctorado en la Universidad de Stanford. Había logrado su sueño y estaba preparado para tomar las riendas de los negocios de la familia, una de las cinco más influyentes de la región. En las afueras del aeropuerto le esperaba su chofer, quien apuró a subir las maletas con delicadeza. Frogg se sentó en el asiento trasero y divisó a lo lejos a una joven inquieta y agitada, que parecía en espera de alguien que la llevase. Le hizo seña a Jaime que se detuviera y bajó la ventana del coche “¿Necesita ayuda?” le preguntó a la dama. “La verdad, estoy esperando que pasen por mí, tengo que estar en la Clínica [Soledad] en unos minutos”. “La podemos llevar, si no le importa” respondió Frogg con falsa caballerosidad, pues en su mente persistía la idea de que ya era hora de explorar las desconocidas artes del mal-amar.
Se presentaron: ella, la señorita TT; él, el señor Frogg. Luego de una charla rápida, intercambiaron números y TT llegó a sus destino. Se despidieron cortestmente mientras intercambiaban sonrisas mezcladas con fugaces miradas de pasión y avaricia. Frogg se sintió satisfecho, nunca había sido bueno con las mujeres, nunca tuvo novia en el instituto ni en la universidad. Ni el dinero de su padre podía proveerle una, pues las chicas de su clase no tenían interés en un chico como él: bajo, delgado, tímido y apocado. No, ellas los querían altos, fuertes, con carácter y bien “dotados”. Y para eso, Frogg tendría que nacer de nuevo, de padres distintos. O sea, no en esta vida. Sus padres lo recibieron con besos y abrazos, comieron, bebieron y hablaron de planes. Esa noche, Frogg durmió plácidamente, cerrando sus párpados con una sonrisa esbozada en su rostro.
Fue asignado a la división comercial de uno de los negocios de la familia. El negocio menos complicado, por decirlo así. Para que fuera aprendiendo. Su llegada fue motivo inicial de incertidumbre y en poco tiempo, razón de encubierto desprecio, pues sus colegas pronto se enteraron que a Frogg le faltaba no sólo experiencia, sino personalidad. Fingían escucharlo, y valorar sus opiniones, incluso reírse de sus chistes malos ¿Dije malos? Pésimos, quise decir. Y es que una semana antes de su llegada, los altos mandos del negocio de transporte habían sido obligados a firmar un acuerdo que incluía fingir todo lo anterior, so pena de ser desvinculados inmediatamente por el departamento de Capital Humano si osaban dar muestras de la verdadera opinión que llegasen a tener de las ideas, aportes y personalidad del hijo favorito de papá.